Historias de La Perla
Por Susy Scándali
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Sueltos y perdidos andan los gatos de Audelina. Maullando y pidiendo comida andan y como gatos bien educados que son, agradecen refregándose en las piernas de los buenos vecinos, la poca o mucha atención que les den.
Audelina vivía en los altos de la esquina de Ayacucho y España, en una especie de torre despintada y con los vidrios rotos. Ahí vivía y dicen que los dueños la dejaban estar nomás, sin cobrarle nada, porque se había quedado sola, después de la muerte del marido y los dos habían sido buena gente. Así que la dejaron estar y Audelina, con la misma generosidad que los dueños de la esquina, dejó estar a cuanto gato perdido anduviera por La Perla.
El día que se me perdió el Rubio, la cuadra entera coincidió en que tenía que ir a la casa de Audelina, a ver si estaba ahí. Y allí fui.
El mismo día que la conocí me abrió las puertas de su casa como si yo fuera un familiar que hacía mucho que no la iba a visitar. Me mostró su cocina, me invitó a tomar mate, me mostró sus plantitas, su patio y -lo más maravilloso- el cuarto de los gatos. El olor a pis era insoportable, pero valía la pena quedarse para admirarlo.
Era un cuarto grande, como una especie de quincho, con la puerta siempre abierta. En cada rincón había colchones y ahí dormían los gatos y parían las gatas. En ese momento, había dos gatas recién paridas, alimentando a sus bebés, bien estiradas en los colchones.
De punta a punta de la habitación, una cuerda de la que pendían hilos con cosas que, al moverse, obraban como juguetes: pelotas, piedras, ovillos de lana. Todo lo que la imaginación de Audelina le indicaba que a ellos los divertiría, se mecía de la cuerda por obra del viento -la puerta siempre abierta y la única ventana, rota-, y de los mismos gatos, que al pasar le pegaban un cachetazo a cualquier cosa que fuera que pendiera, como para darle el gusto a la mujer.
Eran agradecidos: no sólo tenían cama sino también comida. Unos cuantos tachos, como para que no se pelearan, contenían extraños mejunjes olorosos que ni loca me acerqué a mirar, pero que a ellos se ve que les gustaba, porque además, estaban cocinados con amor.
No estaba el Rubio entre la pandilla de gatos pulguientos y felices que vivían permanentemente o vacacionaban en la casa de Audelina. Supe después que era habitué del lugar, pero ese día no estaba. Generosa, la mujer me ofreció otro gato, que agradecí pero no me llevé: Rubio hay uno solo.
Seguí viendo a Audelina por el barrio. Me preguntaba siempre las mismas cosas, que inmediatamente olvidaba para volver a preguntar.
Las últimas veces que la vi me pareció que no estaba bien. Ya no eran los recurrentes olvidos, a los que estaba acostumbrada, ni que cada vez tuviera más olor a gato, como si hubiera dejado de bañarse. Era raro: se vestía con unos vestidos de chica de los sesenta que andá a saber de dónde sacaba y se plantaba en la esquina, mirando para España a contramano. Cuando le preguntaba qué esperaba, me decía que a su marido…
Un día los gatos de Audelina salieron de su cuarto expulsados por el hambre, maullando por el barrio y pidiendo comida.
A ella, no se la vio más.
Creí que había muerto. Pero no: hoy un vecino me dijo que su novio se la había llevado a vivir con él. “Un muchacho joven”, me dijo, “que siempre la venía a visitar”.